La llegada del caballero

De pie en una esquina del enorme y frío salón estaba inquieta.
Sabía que él había vuelto, así se lo había oído decir a uno de los guardias del castillo, y no sabía si su regreso me producía alegría o desasosiego.
Mucho tiempo había pasado desde la última vez, demasiado. La última tarde, ocultos entre la espesura, me había dicho que el amor a su señor era mucho más importante para él que ninguna otra cosa. Y yo... yo no hice otra cosa que aceptarlo a regañadientes. No hubo reproches pero tampoco una palabra amable. Le dejé allí solo y regresé al castillo, decepcionada con él o conmigo misma por haber sido tan crédula.
En todos ese tiempo, dos años o más, había pensado mucho en él, repitiéndome que era absurdo pensar tanto en una historia acabada. Él había tomado las riendas de su vida, había decidido por los dos, y era de locos ir llorando por las esquinas por su ausencia.
Algunas veces oía pronunciar su nombre, siempre en tan buenos términos que me preguntaba si hablaban del mismo hombre que yo había conocido tiempo atrás. Pero él siempre había sido un experto en esas cosas. El perfecto caballero, el vasallo ideal y entregado, el más galante con las damas.
Hubo un tiempo en que yo también creí esas cosas y me decía que no podía haber tenido más suerte. Él era mi caballero, un ideal, demasiado bueno para ser verdad. Y sí, era demasiado bueno.
Su afán por cumplir con su señor le separó de mí y ni siquiera puedo quejarme porque hasta en eso resultó ser un héroe.

Salvó la vida de su señor en el campo de batalla. Cuando una flecha enemiga volaba directa al caballero, él, rápido de reflejos, le hizo a un lado. El rey sólo resultó herido superficialmente en un hombro, un roce sin importancia cuando podía haber muerto.
Fue aclamado, vitoreado, y cuando al fin los suyos consiguieron tomar la fortaleza, se hizo una fiesta en la que él era el homenajeado. Su señor le concedió parte del botín, algunas monedas y tierras que le hacían un poco más decente a la vista de todos los que creyeron que no era más que un infeliz venido a más.
Su ascenso había sido espectacular e inesperado. De ser un simple muchacho lleno de barro a convertirse en un caballero apreciado por su señor. Y eso seguramente le grangearía muchos enemigos.
El héroe volvía y me peguntaba por qué. ¿Qué venía a buscar?. Ya había alcanzado la gloria, no podía haber nada mejor que eso.
La puerta se abrió y le vi. Y, maldita sea mi suerte, sólo pude decirle, sin poder evitar mi turbación:
- Así que es cierto. Habéis vuelto.

-Así es...
Intenté disimular mi sorpresa al encontrarla allí. No lo esperaba. No esperaba volverla a ver nunca más...A pesar de mi esfuerzo, mis ojos no pudieron contener una fugaz mirada cargada de deseo.
Ella se dió cuenta, y demostró su complacencia al descubrirlo con un leve gesto de satisfacción.
Mucho tiempo hacia ya de aquel día...el primero de los sucesivos. El primero de todos los que viviría con su permanente recuerdo, añorando su mirada, su piel, su delicado aroma...Aquello no podía volver a suceder. Debía ser fiel a mi señor más que a nadie...

Al ver la mirada que me dirigió nada más entrar mo pude evitar que mi cuerpo sintiera aquella sensación que sentía siempre cuando él estaba cerca en el pasado.
Recuerdo la primera vez que me besó. Fue una noche de primavera, durante una cena. Los otros hombres empezaron a provocarle, diciéndole que sus besos no podían hacer desfallecer una mujer como se aseguraba conseguía un amante legendario.
Él seguía bebiendo vino aromatizado con hierbas, ignorando sus palabras. Y los demás, como si sintieran placer en la provocación, seguían insistiendo.
Al final Aramis de Herblay, sin poderlo resistir más, dejó la copa sobre la mesa con un golpe. Todo el salón quedó en silencio, esperando que hiciera pagar a los otros por su osadía. Todos estábamos seguros del orgullo de Aramis y de qué modo hacía pagar las ofensas.
Algunas mujeres se llevaron la mano a la boca para ahogar un grito.
Aramis se levantó.
- Nadie pone en duda mi hombría- dijo.
Su voz retonó por todo el salón.
No sé si fue casualidad o no pero yo era la dama que se encontraba más cerca de él en ese momento. Me tomó por la cintura, sin darme tiempo a reaccionar, me acercó a él y me besó. Fue un beso corto pero intenso.
Luego me soltó y miró a los demás.

- ¿Qué tenéis que decir ahora de mi persona?- dijo.
Los otros hombres rieron, le jalearon, le vitorearon como un héroe. Y yo me quedé allí parada, con los ojos llenos de lágrimas por la humillación sufrida, incapaz de decir nada por no ofender a los hombres. Qué gran absurdo.
No disfruté de su beso y juré no disfrutarlo nunca. Pero la vida nos llevó por otros derroteros y al final acabé por tener que tragarme mis palabras.
Me enamoré de él, de su sonrisa y de su gallardía. Y, aunque tardé en olvidar la ofensa del beso y creo que nunca la olvidaré, era tal la pasión que sentí a su lado que juré que nunca más sería de otro que no fuera Aramis.
A su lado perdí mi virtud, ese bien tan preciado en una dama. Y fui tan estúpida que pensé que no importaba si él siempre habría de estar conmigo. Pero él se marchó y yo me quedé sola, dos años. Dos largos años dando largas a las propuestas de matrimonio, diciendo que evaluaría la mejor y daría una respuesta mientras secretamente esperaba su vuelta. Y allí estaba.
Evité acercarme.
- Ha pasado demasiado tiempo, Aramis. Pero dicen que volvéis como un héroe.

-Dos años...-pensé.
Dos años hace ya que me fuí para olvidar...para acabar con mi tormento...marché en busca de la muerte y regresé bañado en gloria y riqueza.
De nada me servía todo el oro que había ganado durante ese tiempo. Nada podía acabar con aquello de durante dos año había intentado olvidar y me martirizaba cada maldita noche, en cada pensamiento y en cada recuerdo.
Me fuí para olvidarla porque no debía ser mía. Y cuando la ví, con esa misma mirada, con ese mismo brillo en sus ojos...aquellos dos años parecían haber sido un suspiro. Ella estaba tan bella como siempre...más si cabe...
Volví a recobrar la cordura.
-He vuelto para reunirme con el Conde de Treville por orden del Rey nuestro señor. Pero marcharé en breve...Lamento no haberos puesto sobre aviso. Aunque supongo que mi presencia aquí no es bien recibida...

Así que era eso. Volvía para marcharse de nuevo. Quizás fuera mejor así pero no podía evitar sentir una pizca de amargura.
Con el anuncio de su vuelta una parte de mí sintió que quizás sería posible volver a empezar, darnos una segunda oportunidad. Pero sus palabras, incluso el modo de pronunciarlas, me hicieron ver lo equivocada que había estado.
- El Conde de Treville llegó ayer por la mañana.
¿Cómo olvidar su llegada?. El conde no era la persona más discreta de este mundo y le gustaba acompañarse de un enorme séquito de siervos, damas y soldados para hacernos ver a todos su enorme poder.
Me desagradaba profundamente. Era un hombre bajo, entrado en carnes, con una repulsiva cicatriz que le cruzaba el rostro por el lado izquierdo y le pasaba por encima del ojo, muerto, por supuesto. Él estaba orgulloso de su herida. Se la habían producido los soldados del reino enemigo de Silken en la famosa batalla de las espadas negras. O eso era lo que él contaba, un rumor que él mismo había propagado para engrandecimiento de su persona.
Odiaba su prepotencia, el brillo lascivo de sus ojos y esa sonrisa de medio lado que me hacía desconfiar de su buena voluntad.
- Como sabíamos de vuestra llegada- le dije a Aramis- mandé que estuviera todo dispuesto. Podéis ir a descansar si es vuestro deseo.

-Descansar? No he venido aquí para eso.-dije.
De hecho, hacía años que me resultaba imposible. Desde el día en el que descubrí que podía existir algo más fuerte que la lealtad a mi Señor. Algo que era más poderoso incluso que el orgullo...Ni tan siquiera en la Batalla de las espadas negras, cuando me convertí en la mano derecha del rey tras masacrar a las tropas de Silken, el orgullo pudo vencer a ese tormento...
Yo había nacido para la guerra, para servir a mi rey. Así me habían educado desde que tengo consciencia...Todavía recuerdo a Gerard de Brenau apaleandome para hacerme un hombre de bien.
Jamás nadie me regaló nada...jamás...hasta que la conocí a ella y me dió todo su amor, entregándose a mi por completo, entregándome su cuerpo y su alma.
Y dejó de ser una de las cientos de mujeres que habían pasado por mi alcoba, a las cuales había saciado de placer en detrimento de maridos y pretendientes...Y se convirtió en mi tormento. Mi dulce tormento.
-Vuestra belleza continúa siendo extraordinaria. Vuestro marido debe sentirse muy afortunado...-dije con cierta intención.

Sus palabras me sorprendieron. Sobre todo porque creí notar cierto brillo en sus ojos, un brillo que hacía mucho tiempo que no veía.
- No hay ningún esposo que deba sentirse afortunado por estar a mi lado- respondí sin que mi voz demostrara la turbación que sentía por su presencia.
Varios habían sido los que habían solicitado mi mano pero a todos les había ido pudiendo dar largas por el momento. Sin embargo el tiempo no pasaba en vano para mí y ya estaba en una edad en la que, de no casarme, posiblemente no tendría más salida que ingresar en un monasterio.
Era joven todavía pero muchachas mucho más jóvenes que yo, casi niñas, hacía mucho que habían sido casadas en contra de su voluntad. En ese sentido yo gozaba de un privilegio que muchas de ellas no habían tenido y podía sentirme orgullosa pero mis privilegios tenían un límite.
Lord Edwin era uno de los candidatos más firmes a convertirse en mi esposo. Vasallo de Mitjaval desde tiempos inmemoriales, no era mala persona. Bastante valiente, justo pero demasiado mayor. Casi triplicaba mi edad y eso, visto por muchos en la corte como un signo de experiencia, para mí sólo era un impedimento.
Otros eran mis pretendientes también. Y esto no es un signo de pedantería sino la pura verdad. En estos tiempos en los que plagas y pestes han reducido considerablemente la población de Mitjaval y otros reinos vecinos, una mujer joven y sana como yo es un buen premio a obtener por muchos de esos caballeros.

Tarde o temprano me casaría y no estaría de más hacérselo saber a Aramis.
- Es posible que mi enlace esté cercano- le contesté, fría como el hielo-. Lord Edwin... Supongo que le recordáis. Tuvo a bien albergaros en su castillo en aquella ocasión en que... - no continué. De sobras recordaría el bochornoso asunto de las piezas de caza cobradas sin permiso en los bosques de Mitjaval que casi le provoca el destierro. Fue un asunto que aún se recuerda. Aramis era un caballero impetuoso, desde luego, pero sigo convencida, hoy igual que ayer, que aquello no fue más que una encerrona para desacreditarle a los ojos de los más fuertes. Aramis empezaba a despuntar demasiado y a algunos no les interesaba.
Por aquel entonces yo no era más que una niña por lo que no sé de todos los detalles. A las mujeres no se les informaba de las cuestiones de la Corte y mucho menos si eran tan jóvenes como yo entonces. Pero he de reconocer que era curiosa, lo bastante como para meterme por los rincones y escuchar a escondidas lo que hablaban los hombres. Por eso supe de lo ocurrido con Aramis y otras muchas cosas.
- Lord Edwin- continué hablando- quizás se convierta pronto en mi esposo. Es un caballero honrado y valeroso como sin duda sabéis por lo que unirme a él será para mí un honor.
- También será un honor para él conseguir tan digna esposa- la desagradable voz del Conde de Treville resonó por todo el salón-. No todos los días se tiene el privilegio de conseguir una esposa que no sólo es bella sino además inteligente.
Aunque sus palabras parecieran un cumplido, viniendo de su persona me produjeron una profunda repulsa. Sin embargo me obligué a dedicarle una sonrisa.

- Me valoráis en exceso, conde- le respondí- pues sin duda en la Corte de Mitjaval hay muchas damas mucho más bellas que yo y, sin lugar a dudas, más inteligentes. De todos modos lo que se espera de una dama es que sea una buena esposa y en eso me temo que muchas otras me llevarían ventaja.
El conde sonrió aunque no era muy dado a hacerlo.
Luego miró a Aramis.
- Aramis de Herblay. Me dijeron que no esperaban vuestra llegada hasta mañana. Al parecer un buen viento os ha acompañado en vuestro camino y os ha hecho llegar antes.
Con un dedo acarició la empuñadura de su espada.
- Me hubiera gustado tener el privilegio de ser el primero en daros la bienvenida a Mitjaval pero veo que otra persona se me ha adelantado- me miró de reojo y creí percibir cierta mala intención en sus palabras. ¿Sería posible que supiera de la relación que nos había unido a Aramis y a mí en el pasado?. Siempre habíamos sido muy celosos de nuestra intimidad pero Treville tenía ojos y oídos en todas partes-. Sin duda me daréis la razón en cuanto a que Lord Edwin será afortunado al unirse con nuestra querida Condesa de Quercy.

-Sin duda...no creo que Lord Edwin encuentre a otra dama como ella.-dije en tono neutro.
Ya hacía mucho tiempo que Lord Edwin se había fijado en ella.
Amigo de infancia del rey, se había casado y enviudado en dos ocasiones con anterioridad pero no había conseguido obtener descendencia. Y en el umbral de la sesentena, era ya un anciano que apenas podía mantenerse en pie.
Pero Treville no había preguntado precisamente para saber mi opinión...sabía que aquel viejo me odiaba desde hacía años. No podía soportar que me hubiera convertido en la mano derecha de nuestro buen rey en detrimento de su persona.
Ya desde el comienzo, su animadversión hacia mi había sido evidente. Quizá aquella proposición de matrimonio no era más que otra forma de vengarse de mi.
Treville era una maldita bíbora que tenía ojos y oídos por toda la Corte, y yo no tenía ni la más mínima duda de que Lord Edwin estaba detrás suyo.
Opté por deshacerme de Treville por aquel día.
-me retiro a descansar. Por favor, avisadme si hubiera algun mensaje del rey. Mañana partiremos pronto señor conde.

Me preguntaba por qué motivo Aramis habría decidido retirarse cuando hacía un momento decía que no había venido al castillo para eso. ¿Sería que la presencia de Treville, con quien había venido a reunirse, le incomodaba o era sólo por el anuncio de mi futura unión con Lord Edwin?. Una parte de mí ansiaba que el motivo por el que él quisiera apartarse fuera ése porque eso significaría que aún sentía algo por mí. Si así fuera mi compromiso con Edwin jamás se llevaría a cabo. Yo haría lo posible porque Aramis y sólo él se convirtiera en mi esposo. Si es que aún estaba en mi mano poder hacerlo.
El conde interrumpió mis pensamientos.
- Por lo visto no lo sabéis, Aramis- contestó Treville-. Nuestro señor rey murió hace un tiempo.
Era cierto. Se dijo que el rey había sufrido un accidente de caza pero la duda planeaba en el castillo. La Corte de Mitjaval, a pesar de su tranquilidad aparente, estaba llena de intrigas, venganzas y odios como todas las demás. ¿Podría haber sido la muerte del rey causada por una de esas intrigas?.
- Salió a cazar venados y una flecha, desviada de su camino, le dio en la yugular. Murió en el acto.
Aunque Treville lo explicaba con supuesta afectación notaba que todo era fingido. Supongo que para él que la reina fuera una mujer le resultaba mucho más práctico. Una mujer, joven e inexperta, podía ser mucho más manejable que un hombre maduro.
- Su hija le ha sucedido en el trono- expliqué yo- pero en estos momentos no se encuentra entre nosotros. Partió de viaje hace poco y no sabemos cuándo regresará.
- Creo que esa partida ha sido imprudente- protestó Treville-. En estos tiempos que corren, con los peligros que nos acechan, una reina no debería abandonar su Corte y mucho menos para andar a saber por dónde.
Opinaba lo mismo que el conde, por mucho que me molestara tener algo en común con él. Una ausencia de poder en Mitjaval dejaba el reino casi en disposición de ser usurpado. Quizás el problema radicaba en tener una reina demasiado joven e inexperta.
- Lo que debería haber hecho- dijo Treville- era haberse quedado en Mitjaval y haber concertado rápidamente un matrimonio provechoso.
- ¿Tenéis alguien en mente, conde?- le pregunté, picada por la curiosidad.

- No- contestó él- pero es algo que no me incumbe a mí decidir. Sólo creo que el reino está completamente abandonado. Ni siquiera se ha reunido el consejo de nobles para decidir qué era lo que debería hacerse... Las cosas, caballero Aramis, han cambiado mucho desde la última vez que estuvisteis entre nosotrros como podeis ver. Y creo que esto es perjudicial para el reino. Demasiado perjudicial.

- Mitjaval no es el reino que era- continuó diciendo el conde-. Se intenta dar una imagen de cordialidad cuando las cosas no son ni mucho menos como se cree desde fuera. El esplendor que hubo en el pasado ha desaparecido por completo.
Se aproximó a Aramis hasta quedar a un paso del caballero.
- Sin duda no sabéis lo que se rumorea desde la partida de la reina- dijo, como si se tratara de un secreto que sólo pudiera compartir con la persona en quien más confiaba-. Elen no sería hija de nuestro amado rey Godofredo sino de un amorío de la reina Iris.
- ¿Cómo podéis decir eso tan alegremente, conde?- estallé, aunque también yo había escuchado las habladurías-. No son más que chismes de la soldadesca. Y deberíais medir un poco vuestras palabras al hablar de nuestra reina.
Sobre todo, pensé, porque nos gustara o no, era la reina de Mitjaval.
- Yo no he jurado vasallaje a la reina Elen- dijo el conde, ignorándome conscientemente-. Hoy por hoy no le debo nada. Fue vasallo de su padre, el rey, y combatí a su lado en más de una ocasión. Y también vos lo hicisteis, Aramis, como servidor que fuisteis en un tiempo de su buen amigo el rey Astragisilo. Por ello os sugiero que hagáis lo mismo que yo. No le debéis nada a la reina Elen. Es más. Os considero un hombre sensato. Ayudadme a hacer algo para arreglar esta situación.
Miré al conde con suspicacia. ¿Qué era lo que le estaba proponiendo a Aramis?. ¿Una revuelta contra la reina legítima?. Aunque, de ser ciertos los rumores, no habría legitimidad alguna en Elen. Sería sólo el fruto de una relación adúltera. Y lo peor es que la reina habría hecho creer a todos, incluso a su esposo, que era su hija y no de otro.


- No sabéis lo que estáis diciendo, conde-. dije-. En otro tiempo decir algo así os hubiera costado la muerte y lo sabéis.
- Pero eso era en otro tiempo- contestó él, orgulloso-. Un tiempo que pretendo recuperar, solo o con ayuda de los demás nobles de la Corte. Vos misma podríais convencer vuestro futuro esposo de que se ponga de mi parte.
- Lord Edwin no es aún mi futuro esposo. Y ni yo intentaría convercerle de una traición ni él lo aceptaría jamás.
- Hacéis mal, condesa de Quercy. Y Lord Edwin también hará mal si no acepta las cosas como deben ser. Elen no es digna de ser la reina de Mitjaval y vos lo sabéis perfectamente. Es una bastarda que no ha demostrado su capacidad para regir los destinos de Mitjaval.

- No puedo convencer a Lord Edwin de algo semejante. ¿Cómo puede una mujer ir a ver a un caballero, digno y honrado como él, para decirle que se ponga en contra de la reina?- protesté-. Legítima o no es la reina, conde. O decir lo contrario es constitutivo de traición. Traicionáis a Mitjava- le acusé sin miedo.
El rostro del conde de Treville se encendió.
- Protejo el reino, condesa. ¿Es que no lo veis?. Pero ¿qué vais a ver vos si no sois más que una mujer?. Una hermosa hembra, sí, pero las de vuestra especie sólo servís para procrear no para opinar sobre los destinos de un reino. Y lo mismo puede aplicarse a esa reina que tanto defendéis.
- Mi corazón siempre estará de parte de Mitjaval- le contesté-. Allá vos si pensáis de ese modo- añadí pero sabía que en parte tenía toda la razón. En cuanto a la reina, con respecto al destino incierto de nuestro reino e incluso en lo que tenía que ver conmigo. Era una mujer y mi único destino al nacer era casarme y darle hijos a mi esposo, futuros herederos, cruzando los dedos para que no murieran prematuramente y por lo menos fueran capaces de llegar a la edad adulta.
Agradecí sinceramente que mis palabras no le hubieran gustado al conde. Eso hizo que se marchara, airado y casi sin despedirse de Aramis. Los dos nos quedamos solos de nuevo.

Estaba callado, de pie en la otra punta del frío salón, observándome con detenimiento. Seguramente no le había sorprendido mi arrebato de sinceridad frente al conde de Treville porque yo solía ser así, incluso en el pasado, cuando él formaba parte de una vida que ahora estaba muy vacía.
Le miré. Nuestros ojos se encontraron pero me negué a que viera en ellos algún tipo de ternura. No podía permitir que él volviera a atraparme en sus redes con una mirada o algunas palabras susurradas al oído. Ya no.
Cometí un error muy grave entonces. Entregarme a él, hacerle dueño de mi virtud ignorando las consecuencias que ello podría acarrear. Y ahora... Ahora todo se había complicado.
Si lord Edwin se acababa convirtiendo en mi esposo tendría que buscar la manera de convecerle de que mi virginidad continuaba intacta. Había escuchado cosas, sabía que eso era posible. Y sólo esperaba que él o quien fuera que se acabara convirtiendo en mi compañero no descubriera mi falta.
- Siento haberme alterado de ese modo con el conde- murmuré-. No es propio de una dama. Pero como ves no he cambiado tanto en este tiempo.
¿Habría cambiado él?. Cuando me acerqué vi que su pelo presentaba ya alguna cana. A fin de cuentas no era tan joven aunque lo pareciera. Sus ojos, no obstante, seguían teniendo el mismo brillo que antes.